DÍA
2
Ha
llegado el amanecer. No es más que una tímida luz que poco a poco
se va convirtiendo en fuego.
Es
un alba diferente, extraño y distante, un alba que pinta un paisaje
desolador sobre el lienzo quebrado de la tierra… o es posible que
por muy bello que pudiera llegar a ser este paisaje, nosotros no
veríamos más allá del que vemos ahora, pues es la mirada en
nuestros ojos la que nace quebrada.
Los
párpados están todavía mojados y el suave viento de la mañana
consigue que, entre las pestañas temblorosas, se quede grabada la
arena de este desierto con la sal de nuestras lágrimas. Lágrimas
que se evaporan.
Ha
pasado el mediodía de puntillas y aun así ha dejado huella.
Nadie
se mueve y ya nadie llora. Somos veinticinco supervivientes enjugando
el llanto para ahorrar fuerzas, veinticinco personas respirando en
compañía… y yo me siento solo, ¡y que triste es esta soledad
compartida!
Hay
quien reza bajo el sol cegador, hay quien no emite palabra alguna…
y el eco es el mismo viento para los dos.
Pasa
la tarde con la misma prisa sin tiempo con la que pasó la mañana, y
el calor del cielo se ha congelado bajo la piel de nuestros cuerpos.
La
noche se despierta, y nosotros llevamos en vela casi un día.
Entre
el silencio y la quietud, todos curan sus heridas con quejidos
acusados.
Nadie
habla con nadie, la sorpresa ha paralizado nuestra razón, tan sólo
nos miramos como buscándonos en otros, pues ahora no más somos
espejos para los demás.
Los
gritos de desesperación ya son voces aisladas que se reducen al
olvido. El lamento es la palabra del principio del dolor, la
resignación es la del final, pero yo no estoy dispuesto:
“¡Estoy
vivo!” Y aunque ayer creía que mi vida estaba en mis manos y hoy
he descubierto que yo estoy en manos del destino, no puedo cerrar los
ojos y limitarme a esperar recordando mi pasado, ¡No!, es momento de
actuar, es la hora de caminar hacia el futuro.
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